Tu piel me llama con su resplandor furtivo;
me esconde entre las sombras de tus senos.
Desnudas la noche sobre tu vientre de voces
y abres tu templo donde mi afán se arrodilla.
En tu boca hay un vino fusco que me aliena,
un mar enardecido que atenaza mi silencio.
Tus muslos, las puertas de un jardín secreto
me cercan con la ternura de una voz exigua.
Yo bebo de ti, el néctar febril de lo indebido,
el reflejo fresco que humedece tus entrañas;
tu perfume —mezcla de lirio y de perfidia—
es una pócima dulce que inflama mis delirios.
Cada gemido tuyo es una oración blasfema,
un canto que aviva tus gritos de mujer ajena.
Déjame perderme en tus apetitos cómplices,
en tus madrugadas de jade y cenizas fogosas.
Y cuando me disuelvo en tu sombra dispersa,
no sé si soy la pausa que se ajusta a tus gritos,
si he nacido en tu carne como un dios exilado,
o si muero en tu abismo para volverme infinito.
Rolando del Pozo
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