No sé si fui yo quien te encerró en un verso,
o si mis fatigadas letras, hartas de mi sangre,
te inclinaron hacia los adentros de un nuevo ayer.
Pero he vuelto esta noche —sin nombre, sin sombra—
a recogerte en los signos que no me pertenecen.
El aire está tejido de susurros que no te recuerdan.
Un ruego gira en su fiebre de dolores vencidos,
y en su centro una esperanza ciega me espía.
Hay marcas en el polvo, leves como solas plegarias
que apenas se adivinan en los temblores que no cesan.
Todo aquí conoce de ti más de lo que yo he sabido:
la grieta en el muro donde gotea tu infancia incorpórea,
el reloj petrificado en la hora en que fuiste desposeída,
la ventana que se abre sin tregua y no cesa de soñarte.
Estas hecha de ausencias que murmuran en secreto.
Tu voz: un eco extraviado entre paredes selladas,
una plegaria invertida que se disuelve en los espejos,
un deseo sin rumbo que ya no conduce a ningún alma.
Y sin embargo, persisto en recordarte llena de voces.
Tal vez un ruego —uno solo— como un ave ciega,
te descubra entre las ruinas de mi voz y al nombrarte,
abra un umbral donde el olvido no logre nunca alcanzarte.
Rolando del Pozo
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