No fue de pronto.
El tiempo no desciende como un relámpago,
sino que roza —una y otra vez— los bordes del alma,
hasta que el espejo empieza a doler en su transparencia.
He visto mi rostro aprender la lengua de las heridas,
y mis ganas —antes ríos del deseo—
guardar en su cauce los nombres de lo vivido.
Entre tanto, los días me acarician lentamente,
como si dudaran aún de mi absurda existencia.
Cada reflejo es una oración invertida,
una palabra que el alma escribe en silencio.
En ellas habita la inocencia de los besos,
la sombra de los que perduran en mi voz,
la música de un ardor que no quiso morir.
Ya no me pertenece el futuro,
pero siento su respiración junto a mi pecho,
como una amante que aún no se marcha del todo.
Y algo en mí florece, todavía:
una semilla que insiste en abrirse,
una luz pequeña que no se rinde al invierno.
Porque envejecer no es morir,
es abrazar al tiempo como a un viejo amigo,
es besarle las manos al misterio de la luz
que un día me invitó a habitar un cuerpo,
que me llevó de una alucinación a otra,
hasta dejarme, asombrado, en la orilla
de este albor que ya no repite mi nombre.
Rolando del Pozo
No hay comentarios:
Publicar un comentario